LA TRAGEDIA DE ROMEO Y JULIETA
BENVOLIO.- ¡Feliz madrugada, primo!
ROMEO.- ¿Es tan joven el día?
BENVOLIO.- Acaban de dar las nueve.
ROMEO.- ¡Hay de mí! ¡Qué largas parecen las horas tristes! ¿Era mi padre el que se alejaba de aqui tan aprisa?
BENVOLIO.- Lo era. ¿Qué pesadumbre alarga las horas de Romeo?
ROMEO.- El no poseer lo que, poseído, las abrevia.
BENVOLIO.- ¿En amor?
ROMEO.- Privado...
BENVOLIO.- ¿De amor?
ROMEO.- Privado de los favores de aquella a quien adoro.
BENVOLIO.- ¡Ay! ¡Que amor, tan gentil en la apariencia, haya de ser tan cruel y tirano en la prueba!
ROMEO.- ¡Ay! ¡Que el amor, que lleva siempre vendada la vista, halle sin los ojos camino franco a su voluntad! ¿Qué reyerta ha habido aquí? Mas no me lo digas, pues todo lo he oído. Mucho da que hacer aquí el odio, pero más el amor. Por tanto, pues, ¡Oh amor pendenciero! ¡Oh odio amoroso! ¡Oh suma de todo, primer engendro de la nada! ¡Oh pesada ligereza, grave frivolidad! ¡Informe caos de seductoras formas! ¡Pluma de plomo, humo resplandeciente, fuego helado, robustez enferma, sueño en perpetua vigilia, que no es lo que es! Tal es el amor que siento sin sentir en tal amor amor alguno. ¿No te ríes?
BENVOLIO.- No, primo; más bien lloro.
ROMEO.- Buen corazón, ¿de qué?
BENVOLIO.- Del agobio de tu buen corazón.
ROMEO.- ¡Qué quieres, achaques son de amor! Mis propios pesares abruman mi pecho, que se acrecientan más con los tuyos. Ese afecto que me has mostrado añade nuevo pesar al exceso del mío. El amor es humo engendrado por el hálito de los suspiros. Si lo alientan, es chispeante fuego en los ojos de los enamorados. Si lo contrarían, un mar nutrido con lágrimas de amantes. ¿Qué otra cosa más? Cuerdísima locura, hiel que endulza y almíbar que amarga. ¡Adiós, primo mío!
BENVOLIO.- ¡Aguardad! Quiero acompañaros. Si así dejáis, me ofendéis.
ROMEO.- ¡Calla! Yo me he perdido, yo no estoy aquí. Este no es Romeo. ¡Romeo está en otra parte!
BENVOLIO.- Dime en serio: ¿de quién estás enamorado?
ROMEO.- ¡Cómo! ¿Tendré que decírtelo sollozando?
BENVOLIO.- ¡Sollozando! ¿Por qué? No; sino que me digas seriamente de quién es.
ROMEO.- Pídele a un enfermo que haga en serio su testamento. ¡Ah, qué consejo de tan mal efecto para uno que tan mal está! En serio, primo: adoro a una mujer.
BENVOLIO.- Bien cerca apuntaba cuando te supuse enamorado.
ROMEO.- ¡Certero y buen tirador! ¡Y que es gentil la que adoro!
BENVOLIO.- Un certero y gentil tirador, gentil primero, hace blanco en seguida.
ROMEO.- Bien; pues en ese blanco erraste, porque no hay modo de que haga en ella blanco la saeta de Cupido. Tiene el espíritu de Diana, y bien armada, a prueba de su resistente castidad, vive fuera del alcance del infantil y endeble arco de amor. No se dejará asediar de propuesta amorosas, ni abrirán su seno al oro, seductor de santos. ¡Oh! Es rica en belleza, y solo pobre porque, cuando muera, con su hermosura morirá su tesoro.
BENVOLIO.- ¿Ha hecho, entonces, voto de perpetua castidad?
ROMEO.- Lo ha hecho, y esa avaricia de su belleaza implica un copioso derroche, pues su hermosura, marchitada a tal extremo, priva de hermosura a toda la posteridad. Es demasiado hermosa, demasiado discreta, demasiado discretamente hermosa, para merecer la felicidad a cambio de mi desesperación. He abjurado del amor, y con este voto vivo yo muerto, que solo vivo para contártelo ahora.
BENVOLIO.- Guíate por mí; deja de pensar en ella.
ROMEO.- ¡Oh! ¡Enséñame cómo pueda dejar de pensar!
BENVOLIO.- Dando libertad a tus ojos. Mira otras hermosuras.
ROMEO.- He ahí el miedo de proclamar la suya más exquisita. Esos afortunados antifaces que besan el rostro de las damas bellas nos hacen adivinar, por ser negros, la radiante blancura que esconden. El que ciega de repente no puede olvidar el inestimable tesoro de su vista perdida. Preséntame una dama de extremada belleza. ¿De qué me servirá su belleza sino de escrito en que pueda leer quién aventajó a esa aventajada belleza? ¡Adiós, tú no sabes enseñarme a olvidar!
BENVOLIO.- Yo te daré esa enseñanza, o de lo contrario, he de morir en deuda.
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