A. Shcopenhauer

Podemos saber que los instantes en que la contemplación de las obras de arte nos libra de los deseos ávidos cual si nos halláramos volando por encima de la atmósfera pesada de la tierra, son al propio tiempo los más felices que conocemos. A juzgar por eso, podemos figurarnos qué felicidad debe sentir el hombre cuya voluntad se apacigua, no por algunos instantes como en el desinteresado goce de lo bello, sino para siempre, y que hasta se extigue por completo, de tal modo que no queda sino la última chispa de fulgores vacilantes que sostiene su cuerpo y con él se ha de apagar.
Cuando tal hombre, después de mil rudos combates contra su propia naturaleza, ha terminado por triunfar de todo, no existe sino un estado puramente intelectual, como un espejo del mundo que nada turba. En adelante nada sería capaz de causarle angustias, nada lo podría agitar, porque los mil lazos de querer que encadenados nos atan al mundo y tiran de nosotros en todo sentido con dolores continuos en forma de deseo, temor, envidia, cólera, esos mil lazos fueron rotos por él. Dirige una mirada hacia atrás, tranquilo y sonriente, hacia las imágenes ilusiorias de ese mundo que un día llegaron a agitar y torturar su corazón; ante ellas es ahora tan indiferente como ante las fichas del juego del ajedrez después de una partida terminada o ante las certezas carnavalescas quitadas por la mañana y cuyas figuras llegaron acaso a irritarnos y conmovernos la noche del martes de Carnestolendas. La vida y sus formas en adelante flotan ante sus ojos como una aparición pasajera, como un ligero sueño matinal para el hombre semidespierto, un sueño que la verdad horada ya con sus rayos y que no puede apoderarse de nosotros. Y lo mismo que un sueño, la vida se desvanece por último sin brusca transición.


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