Podemos
saber que los instantes en que la contemplación de las obras de arte
nos libra de los deseos ávidos cual si nos halláramos volando por
encima de la atmósfera pesada de la tierra, son al propio tiempo los
más felices que conocemos. A juzgar por eso, podemos figurarnos qué
felicidad debe sentir el hombre cuya voluntad se apacigua, no por
algunos instantes como en el desinteresado goce de lo bello, sino
para siempre, y que hasta se extigue por completo, de tal modo que no
queda sino la última chispa de fulgores vacilantes que sostiene su
cuerpo y con él se ha de apagar.
Cuando
tal hombre, después de mil rudos combates contra su propia
naturaleza, ha terminado por triunfar de todo, no existe sino un
estado puramente intelectual, como un espejo del mundo que nada
turba. En adelante nada sería capaz de causarle angustias, nada lo
podría agitar, porque los mil lazos de querer que encadenados nos
atan al mundo y tiran de nosotros en todo sentido con dolores
continuos en forma de deseo, temor, envidia, cólera, esos mil lazos
fueron rotos por él. Dirige una mirada hacia atrás, tranquilo y
sonriente, hacia las imágenes ilusiorias de ese mundo que un día
llegaron a agitar y torturar su corazón; ante ellas es ahora tan
indiferente como ante las fichas del juego del ajedrez después de
una partida terminada o ante las certezas carnavalescas quitadas por
la mañana y cuyas figuras llegaron acaso a irritarnos y conmovernos
la noche del martes de Carnestolendas. La vida y sus formas en
adelante flotan ante sus ojos como una aparición pasajera, como un
ligero sueño matinal para el hombre semidespierto, un sueño que la
verdad horada ya con sus rayos y que no puede apoderarse de nosotros.
Y lo mismo que un sueño, la vida se desvanece por último sin brusca
transición.
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